y tomado de Selecciones del Reader's Digest, septiembre 1973.
La caducidad del papiro incitaba a buscar algo más
duradero que lo sustituyera. En la opulenta Pérgamo, situada cerca de la costa
de Asia Menor, los escribas copiaban en pieles de ovejas, cabras o terneros,
preparadas especialmente. Este fino y traslúcido material , más fuerte que
el papiro y también plegable, llegó a ser conocido con el nombre de pergamino.
Poco después del primer año de la era cristiana un oscuro escriba romano, que
tenía sentido de lo compacto, cogió un rimero de hojas delgadas de pergamino,
las dobló y las cosió por el margen correspondiente al doblez. Asi nació el
libro moderno. Es casi seguro que sus primeros impulsores fueron los cristianos
de Roma. Para ellos era esencial conservar las Escrituras en el medio más
duradero, y el pergamino no se estropeaba al manipularlo. Además cuando se
quería buscar una referencia, como un capítulo o un versículo, el libro se
consultaba mejor que el rollo.
Así sucedió que , durante todo el medioevo en Europa, un
ejército de devotos monjes recluidos tras los muros de los monasterios copiaron
a mano, en hojas fuertes de pergamino, los rotos y despedazados escritos del
pasado. Sin su fatigosa labor se habrían perdido para siempre las glorias
literarias de Grecia y Roma antiguas, así como textos vitales que fueron dando
su carácter a la fe cristiana. Con frecuencia costó años copiar un tomo grueso,
y muchos monjes, antes de soltar la pluma de ave, escribieron en la última
página, dando un suspiro de alivio: “¿Gracias a a Dios, he terminado!”.
Mientras en la lejana China –cuenta la tradición-, un
caballero llamado Ts’ai Lun, disgustado por el derroche que significaba emplear
la costosa seda como material para escribir, informó al emperador Ho-ti que se
podía hacer una sustancia mucho más barata machando trapos, corteza de árbol y
viejas redes de pescar hasta convertirlas en una pulpa, que se disponía después
en capas delgada, cuya superficie superior se alisaba, se limpiaba y se ponía a
secar. Así, en el año 105 de nuestra era, irrumpió el papel en la historia,
para permanecer durante seis siglos como un secreto de Oriente celosamente
guardado. Pero al fin, después de tanto tiempo, unos merodeadores árabes
capturaron a algunos chinos fabricantes de papel, y esta maravilla flexible,
blanca y duradera conquistó al mundo.
El siguiente avance revolucionario en la producción de
libros se hizo en Occidente. En 1439 un laborioso artesano alemán, Johann
Gutenberg, comenzó a probar otra forma de escribir que no fuera a mano. Pensaba
que, si podía fundir las letras del alfabeto en tipos de metal que pudieran
usarse una y otra vez y componer con ellos palabras, líneas y columnas
ordenadas de derecha a izquierda en una plancha de superficie lisa, la
impresión hecha con esa plancha sobre un papel constituiría una página. En vez
de escribir laboriosamente a mano un solo libro, podría imprimir en su “prensa”
el número de ejemplares que quisiera de un mismo libro.
Con tesonero afán Gutenberg compuso sus primeras
planchas-páginas, cada una de ellas con más de 3.700 signos y letras.
Utilizando una prensa de madera que había construido inspirándose en las prensa
de vino de Renania (región en la que había nacido) y que no experimentó cambio
en los 350 años siguientes, comenzó a imprimir en un taller alquilado, en
Maguncia. Tardó 3 años en producir unos 190 ejemplares de la Biblia de
Gutenberg del año 1455 (actualmente se conservan todavía 47 de ellas).
Con la notable invención de Gutenberg, los precios de los
libros bajaron un 80 por ciento de la noche a la mañana, y entonces valió la
pena aprender a leer. A los 50 años de la proeza de Gutenberg los principales
países europeos, salvo Rusia imprimían ya sus propios libros. Fue como si se
hubiesen abierto unas compuertas. (…)
Hay quienes predicen la desaparición del hábito de leer.
Uno de ellos, el catedrático Marshall McLuhan, ha sostenido que los medios de
comunicación de masas –el cine, la radio, la televisión- nos absorben más
completamente y, por tanto, comunican su mensaje de modo más directo que la
familiar línea de letras negras en la página impresa.
Sea o no sea verdad esto, el libro ha demostrado tener
considerables espíritu combativo ante las nuevas amenazas. Los libros en
rústica desaparecen de los estantes de las librerías apenas los colocan allí.
En realidad, la exposición a los medios electrónicos parece haber creado un
nuevo deseo de “abismarse en un buen libro”. Y cuando volvemos sus páginas a
nuestro antojo, retrocedemos pausadamente para releer un pasaje que nos ha dado
especial placer o nos saltamos un pasaje aquí y otro allá, estamos más íntima y
completamente inmersos de lo que estaríamos con cualquier otro medio de
difusión.
Los pensamientos y los sueños del hombre, sus conocimientos y aspiraciones, se hallan “almacenados” en los libros: constituyen un tesoro a disposición de todo el que desee gozarlos. Desde el primer pictograma grabado con mano vacilante hasta las prensas rotativas de offset más rápidas que el ojo, el libro ha recorrido un largo y arduo camino, impulsado por el genio y la perseverancia de muchos individuos y naciones. El género humano tiene motivo para sentirse orgulloso del libro, pues nos muestra nuestro mejor aspecto. ¡Viva el libro!