domingo, 14 de abril de 2024

¿Viva el libro!

Por Ernest Hauser. Condensado de "Christian Herald",
y tomado de Selecciones del Reader's Digest, septiembre 1973.

 ¿Qué es un libro? En parte materia y en parte espíritu; en parte objeto y parte pensamiento: considérese como se quiera, siempre será muy difícil definir qué sea eso que llamamos libro. Su forma exterior, esencialmente la misma desde hace casi 2000 años, es tan funcional como la del lápiz o el guante, por ejemplo; no se puede mejorar. Sin embargo, por su índole, el libro es el más noble de los objetos comunes de este mundo. Es un vehículo de enseñanza e ilustración, un "ábrete, sésamo" que nos da acceso a incontables gozos o penas. Con un toque de la mano nuestro libro se abre súbitamente y nos introducimos en un mundo silencioso, para visitar playas remotas, descubrir tesoros ocultos o remontarnos hasta las estrellas.

En 1971, por decisión unánime de las 128 naciones afiliadas a ella, la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para las Educación, la Ciencia y la Cultura) proclamó a 1972 como el rimer Año Internacional del Lbro. El hecho de que todo elmundo aplaudiera la resolución es perfectamente explicable, pues el libro es el producto final de una conjunción única de esfuerzos, realizados independientemente y simultáneamente en muchos y muy distantes rincones del planeta. Es como si toda la humanidad hubiera contribuido a crearlo. Los chinos nos dieron el papel. Fenicia inventó nuestro alfabeto. El formato definitivo del libro se introdujo en Roma y el arte de imprimir con tipos móviles se debe a Alemania. Inglaterra y los Estados Unidos perfeccionaron la producción de libros. Actualmente (1973) en solo unas horas, salen 15 mil libros terminados de las prensas de gran velocidad, y nos resulta imaginarnos una sociedad sin libros, como la de nuestros remotos antepasados y revivir la historia del enorme esfuerzo que hizo posible la epopeya del libro.

En el principio hubo solo la palabra hablada. Luego, para confiar sus pensamientos a un medio más duradero que la memoria, el hombre dio en dibujar figuras representativas de las cosas. Quizá la más antigua pictografía, descubierta en Mesopotamia, data de hace 6 mil años. Las imágenes -ave, buey, espiga de cebada- se grababan en blandas tabletas de arcilla, que luego se cocían al horno para endurecerlas y poder conservarlas. Pero tal escritura era un trabajo engorroso que se utilizaba principalmente para consignar documentos sacerdotales y testimonios públicos. La "literatura" de entonces -como los poemas épicos- estaba confiada casi exclusivamente a la transmisión oral. Pero la ágil mente mediterránea, que forjaba una nueva cultura, requería un medio mejor para conservar el lenguaje hablado.

Faltaba poco para el comienzo del siglo XV a. de J.C. cuando los fenicios -inquietos navegantes, sagaces mercaderes y excelentes cronistas- comenzaron a descomponer los sonidos del lenguaje en sus elementos básicos y a combinar las representaciones resultantes para formar palabras. Recuerdo muy bien el estremecimiento que sentí cuando al vagar por las ruinas del puerto fenicio de Biblos -en el actual Líbano-  vi la rudimentaria inscripción en un sarcófago de piedra de una tumba real, que se cree es la más antigua escritura alfabética. Pronto adoptaron el alfabeto los griegos, que dieron a las letras formas más simples y añadieron las vocales que aún faltaban.

Apenas el hombre había aprendido a leer, cuando surgió un nuevo problema: ¿en dónde escribir? La piel de animales, la corteza de árboles, las hojas y las tabletas de cera resultaron deficientes. En Egipto, durante 2500 años de la era cristiana, los textos se habían inscrito en deleznables láminas hechas con el tallo de una planta acuática que abunda en el delta del Nilo: el papiro. El uso de este material se extendió gradualmente por todo el ámbito del Mediterráneo. Por lo general se unían varias láminas de papiro, pegándolas para un rollo en el cupiera un texto largo. (Todavía existe un rollo de 40 metros de longitud que contiene el relato pictográfico de las hazañas del faraón Ramsés III). Pero, ¡qué cosa tan incómoda de leer! El papiro enrollado en una varilla de madera, se tenía que sostener con la mano derecha mientras la mano izquierda lo desenrollaba lentamente para poner al descubierto la siguiente columna de escritura. Sin embargo, se cree que en la biblioteca real de Alejandría –destruida en el siglo I a. de J.C. por no se sabe qué catástrofe o acción guerrea- había no menos de 700 mil rollos.

La caducidad del papiro incitaba a buscar algo más duradero que lo sustituyera. En la opulenta Pérgamo, situada cerca de la costa de Asia Menor, los escribas copiaban en pieles de ovejas, cabras o terneros, preparadas especialmente. Este fino y traslúcido material , más fuerte que el papiro y también plegable, llegó a ser conocido con el nombre de pergamino. Poco después del primer año de la era cristiana un oscuro escriba romano, que tenía sentido de lo compacto, cogió un rimero de hojas delgadas de pergamino, las dobló y las cosió por el margen correspondiente al doblez. Asi nació el libro moderno. Es casi seguro que sus primeros impulsores fueron los cristianos de Roma. Para ellos era esencial conservar las Escrituras en el medio más duradero, y el pergamino no se estropeaba al manipularlo. Además cuando se quería buscar una referencia, como un capítulo o un versículo, el libro se consultaba mejor que el rollo.

Así sucedió que , durante todo el medioevo en Europa, un ejército de devotos monjes recluidos tras los muros de los monasterios copiaron a mano, en hojas fuertes de pergamino, los rotos y despedazados escritos del pasado. Sin su fatigosa labor se habrían perdido para siempre las glorias literarias de Grecia y Roma antiguas, así como textos vitales que fueron dando su carácter a la fe cristiana. Con frecuencia costó años copiar un tomo grueso, y muchos monjes, antes de soltar la pluma de ave, escribieron en la última página, dando un suspiro de alivio: “¿Gracias a a Dios, he terminado!”.

Mientras en la lejana China –cuenta la tradición-, un caballero llamado Ts’ai Lun, disgustado por el derroche que significaba emplear la costosa seda como material para escribir, informó al emperador Ho-ti que se podía hacer una sustancia mucho más barata machando trapos, corteza de árbol y viejas redes de pescar hasta convertirlas en una pulpa, que se disponía después en capas delgada, cuya superficie superior se alisaba, se limpiaba y se ponía a secar. Así, en el año 105 de nuestra era, irrumpió el papel en la historia, para permanecer durante seis siglos como un secreto de Oriente celosamente guardado. Pero al fin, después de tanto tiempo, unos merodeadores árabes capturaron a algunos chinos fabricantes de papel, y esta maravilla flexible, blanca y duradera conquistó al mundo.

El siguiente avance revolucionario en la producción de libros se hizo en Occidente. En 1439 un laborioso artesano alemán, Johann Gutenberg, comenzó a probar otra forma de escribir que no fuera a mano. Pensaba que, si podía fundir las letras del alfabeto en tipos de metal que pudieran usarse una y otra vez y componer con ellos palabras, líneas y columnas ordenadas de derecha a izquierda en una plancha de superficie lisa, la impresión hecha con esa plancha sobre un papel constituiría una página. En vez de escribir laboriosamente a mano un solo libro, podría imprimir en su “prensa” el número de ejemplares que quisiera de un mismo libro.

Con tesonero afán Gutenberg compuso sus primeras planchas-páginas, cada una de ellas con más de 3.700 signos y letras. Utilizando una prensa de madera que había construido inspirándose en las prensa de vino de Renania (región en la que había nacido) y que no experimentó cambio en los 350 años siguientes, comenzó a imprimir en un taller alquilado, en Maguncia. Tardó 3 años en producir unos 190 ejemplares de la Biblia de Gutenberg del año 1455 (actualmente se conservan todavía 47 de ellas).

Con la notable invención de Gutenberg, los precios de los libros bajaron un 80 por ciento de la noche a la mañana, y entonces valió la pena aprender a leer. A los 50 años de la proeza de Gutenberg los principales países europeos, salvo Rusia imprimían ya sus propios libros. Fue como si se hubiesen abierto unas compuertas. (…)

Hay quienes predicen la desaparición del hábito de leer. Uno de ellos, el catedrático Marshall McLuhan, ha sostenido que los medios de comunicación de masas –el cine, la radio, la televisión- nos absorben más completamente y, por tanto, comunican su mensaje de modo más directo que la familiar línea de letras negras en la página impresa.

Sea o no sea verdad esto, el libro ha demostrado tener considerables espíritu combativo ante las nuevas amenazas. Los libros en rústica desaparecen de los estantes de las librerías apenas los colocan allí. En realidad, la exposición a los medios electrónicos parece haber creado un nuevo deseo de “abismarse en un buen libro”. Y cuando volvemos sus páginas a nuestro antojo, retrocedemos pausadamente para releer un pasaje que nos ha dado especial placer o nos saltamos un pasaje aquí y otro allá, estamos más íntima y completamente inmersos de lo que estaríamos con cualquier otro medio de difusión.

Los pensamientos y los sueños del hombre, sus conocimientos y aspiraciones, se hallan “almacenados” en los libros: constituyen un tesoro a disposición de todo el que desee gozarlos. Desde el primer pictograma grabado con mano vacilante hasta las prensas rotativas de offset más rápidas que el ojo, el libro ha recorrido un largo y arduo camino, impulsado por el genio y la perseverancia de muchos individuos y naciones. El género humano tiene motivo para sentirse orgulloso del libro, pues nos muestra nuestro mejor aspecto. ¡Viva el libro!

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